Amanda (storytelling)
- José Luis Ortiz
- 29 ago
- 2 Min. de lectura

Amanda había dedicado casi toda su vida a la docencia. Entre pizarras, exámenes y el bullicio de generaciones de estudiantes, su rutina estaba llena de propósito. Sin embargo, el día que firmó sus papeles de jubilación y salió por última vez del aula, la sensación no fue de descanso, sino de vacío. Divorciada y sin hijos cerca, las mañanas se le hacían eternas y las tardes silenciosas. Sentía que había llegado a un punto muerto: ¿qué hacer ahora que ya no “tenía que” hacer nada?
Durante semanas vagó entre la televisión, las tareas del hogar y una sensación de extravío. Había cumplido con todo lo que la sociedad le había pedido: estudiar, trabajar, formar una familia, educar. Pero en ese momento de su vida, nadie le decía qué camino tomar. Fue entonces cuando, en una charla casual con una antigua compañera, escuchó una frase que le encendió una chispa en el corazón: “Las personas más felices nunca dejan de aprender”.
Amanda lo pensó con curiosidad. Toda su vida había enseñado a otros, pero ¿cuándo había aprendido algo nuevo solo para ella? Movida por ese pensamiento, se inscribió en un taller de musculación para adultos mayores. Al principio se sintió torpe, con músculos adormecidos por la inactividad, pero con cada repetición notaba no solo fuerza en su cuerpo, sino también en su espíritu. Después llegó el tenis, un deporte que siempre había visto desde lejos. Reírse de sus propios errores en la cancha le enseñó a no tomarse tan en serio y a disfrutar el proceso.
Más tarde probó con el tai chi, y el fluir lento de los movimientos le devolvió serenidad, como si por fin encontrara un ritmo interior. Paralelamente, retomó la lectura, no por obligación académica, sino por placer: novelas, biografías, ensayos. Y cada libro la hacía viajar sin moverse de su sillón favorito. También comenzó a conversar más con la gente del vecindario, descubriendo que cada persona tenía una historia que contar, un aprendizaje que ofrecer.
Poco a poco, Amanda dejó de sentirse extraviada. La curiosidad se convirtió en brújula, y el reto en combustible. Comprendió que la jubilación no era el final de su vida activa, sino la oportunidad de vivir con libertad aquello que antes el tiempo no le permitía. Aprender, ahora sin exámenes ni evaluaciones, le regalaba alegría, frescura y entusiasmo.
Amanda descubrió que la verdadera juventud no se mide en años, sino en la capacidad de sorprenderse y de atreverse a lo nuevo. Así, en cada clase, en cada conversación y en cada página leída, iba construyendo su nueva versión: más plena, más libre y, sobre todo, más feliz.
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